martes, 3 de enero de 2017

Kraken (1)

Hacía una bonita mañana despejada en Puerto Dorado. Las casas de la colonia más floreciente del Nuevo Mundo no eran de oro, pero aún así las paredes de granito amarillo reflejaban vivamente la luz del sol. Tanto, que cuando salí de casa para dirigirme hacia el fuerte pensé que me quedaría ciego antes de llegar.

La casa donde vivía con mi madre se encontraba en la calle del mercado. Ella me contó en cierta ocasión que después de que mi padre nos abandonara, le resultaba insoportable permanecer en nuestra antigua casa, de modo que con la ayuda de su hermano, mi tío John, consiguió comprar nuestra actual vivienda, con la intención de dedicarse a hornear pan diariamente para venderlo en la misma puerta. Desde hacía cuatro años, cuando cumplí los doce, mi madre me puso a cargo del puesto. Había repetido tantas veces la frase “¡Panes a dos quartillos la pieza!”, que a menudo la gritaba hasta en mis sueños.

Por fortuna aquel día era domingo y estaba libre de mi tarea ya que mi madre, fiel devota del “culto al redentor”, se pasaba la jornada entre celebraciones religiosas y reuniones a las que me había arrastrado hasta hacía un par de años. A pesar de mi evidente falta de interés, ella insistía todavía cada semana en que participara en el culto y, cuando me negaba, se pasaba horas enfurruñada y durante la comida me soltaba grandilocuentes discursos acerca del pecado de la pereza o el descuido de nuestras obligaciones para con el Señor.

“Hoy no habrá discursos”, me animé mientras atravesaba la calle de los artesanos. John comería en casa aquel día y en esas ocasiones no solía hablarse de religión. John era comandante del ejército imperial y consideraba que el amor a Dios no era en absoluto comparable con el amor al Imperio. Convencer a John Sullivan de que Dios estaba por encima del Imperio era lo mismo que convencer a Diana Sullivan de lo contrario, de modo que habían firmado una tregua.

Desgraciadamente John no comía en casa tan a menudo como me hubiera gustado. Solo en ocasiones como aquella, domingos en los que el grueso del ejército se encontraba fuera de la ciudad para defender las minas de oro y plata de los ataques de los salvajes. John siempre se quejaba de que era él quien debía ir y comandar a los hombres en lugar de quedarse a proteger el fuerte, pero que el general Hopkins insistía en hacerlo personalmente porque así él no podría ganar méritos y acceder a su puesto. John ansiaba convertirse en general, como lo había sido su padre. Podría decirse que era su meta en la vida. Y saltarse algunas normas como ausentarse del fuerte para comer con su hermana y su sobrino era una de las pequeñas venganzas que se tomaba contra su futuro predecesor.

Para cuando accedí al patio de armas del fuerte, John me estaba esperando, batiéndose en duelo contra un rival invisible. A pesar de que se encontraba de espaldas a mí, me saludó en cuanto me acerqué:

-Llegas tarde.
-Mi madre intentó convencerme de que asistiera con ella al culto -era la excusa mágica.
-Las batallas no se ganan rezando. Recuérdalo, Nicholas.

Cogí la espada de entrenamiento que había en el suelo y empezó el baile. John siempre comenzaba dándome cierta ventaja, como si se tratara de un pre-entrenamiento, pero pronto dio paso a los deslizamientos, las fintas y las flechas. A sus treinta y cuatro años parecía conservar intactos sus reflejos, y por más que yo mejorase, todavía no había conseguido desarmarle nunca.

Conseguí mantener el tipo durante un buen rato, hasta que una risa lejana captó mi atención. Un segundo después de que desviara la mirada hacia el balcón del que provenía el sonido, mi espada volaba para caer en el suelo a tres metros de mi alcance.

John, suspicaz, echó un vistazo al balcón donde la hija del gobernador permanecía sentada mientras una de sus sirvientas le peinaba el cabello. Luego me lanzó una mirada severa.

-Si algún día te encuentras en una pelea de verdad, espero que la hija del gobernador no ande cerca.
-Lo siento, tío John -me disculpé mientras sentía el rubor en mis mejillas. Él me dedicó una sonrisa comprensiva.
-No importa. Pero deberías poner los pies en la tierra. No estás a su altura. Dudo que puedas interesarle.
-Tampoco estoy seguro de que no le interese. De lo contrario ella no permitiría que yo viniera al fuerte.

John soltó una carcajada y continuó hablando al tiempo que retomaba el combate contra su rival invisible:

-Tanto optimismo solo te traerá problemas y decepciones. Y no des por hecho que tu presencia en el fuerte dependa de los caprichos de esa muchacha. El gobernador sentía gran aprecio por tu abuelo. El nombre de James Sullivan todavía significa mucho entre estos muros. ¿Alguna vez te he hablado de él?
-¿Del mejor general del Imperio de todos los tiempos? -pregunté a mi vez con ironía-. No, nunca…
-Menos burlas, muchacho -me reprendió mientras yo recogía la espada de entrenamiento-. Si no fuera por tu abuelo, el Imperio no contaría ni con la mitad de las colonias que posee.
-¿Y no deberías ser tú entonces ahora el general?
-El rango de general no se transmite por línea de sangre, como esas obsoletas monarquías del Viejo Continente. Hay que ganárselo. Pero es difícil cuando a uno le niegan constantemente la oportunidad. Hopkins me la tiene jurada. Y pensar que mi padre y él eran como hermanos…

Al oír hablar de mi abuelo materno, sentí curiosidad por saber más acerca de mis antepasados por parte de padre. Sabía que todo lo que tuviera que ver con él incomodaba a John, y mi madre entristecía cada vez que le sacaba el tema. así que probé suerte:

-¿Y qué hay de mi otro abuelo?
-Mmm -comenzó visiblemente irritado-. No le conocí. Creo que era marino mercante.
-¿Igual que mi padre? -me aventuré con osadía, aunque con la mirada baja.
-Ya sabes que no me gusta hablar de tu padre -el tono de su voz indicaba que estaba realmente molesto-. Él os abandonó a tu madre y a ti. Alguien así no merece ser recordado, ¿no te parece?
-Supongo… -asentí un poco decepcionado. Entonces alcé la espada en posición de ataque-. Algún día yo seré general del Imperio y todos me recordarán.

           John cambió el semblante, complacido.

           -¿Antes que yo? -sin previo aviso, reinició el combate- ¡Ni lo sueñes!


            Las risas no duraron mucho. De forma inesperada, John bajó la guardia un instante. Pensé que era su estratagema favorita: bajaba la guardia de modo que yo sentía la necesidad de mirar a mi alrededor buscando una explicación a su comportamiento, momento que él aprovechaba para desarmarme. Pero no era el caso. Fue entonces cuando escuché varias lejanas explosiones, seguidas de fuertes silbidos. Las balas de cañón empezaron a estrellarse contra la muralla y el edificio interior del fuerte. La campana de alarma no tardó en repicar. “¡Piratas!”, gritó uno de los soldados desde la muralla.

            -¡A cubierto! -gritó John. Luego me instó-. ¡Ve con tu madre!

            Arrojé a un lado la espada y corrí como alma que lleva el diablo mientras me llegaban los ecos de la voz de John dando órdenes a los soldados que acudían al patio:

           -¡A los cañones! ¡Responded al fuego!
           -¡Comandante! ¡No hay suficientes hombres para defender el fuerte y la ciudad al mismo tiempo!
           -¡Maldición!






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